Maggie McLemore
Octavio Logo

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Cuando Octavio Logo tenía cinco años cinco mil personas murieron a su alrededor. Era la mañana del 19 de septiembre de 1986, a la hora del desayuno antes de salir al kínder, cuando un terremoto asoló la Ciudad de México, hizo colapsar nuevos edificios pero no doblegó construcciones de aztecas y castellanos. Y sí, mató al menos cinco mil hombres, mujeres, niños.

El niño Octavio dejó de masticar su desayuno –no podía masticar, así de furioso estaba el suelo—y las sillas comenzaron a bailar hasta caerse. Su madre lo sacó a la calle y él recuerda el trueno que salía de la tierra. Y la devastación. Pero lo que más recuerda es lo que ocurrió después: la gente ayudándose, desconocidos haciendo grupos para rescatar a otros desconocidos, llevar alimentos a las madres y sus hijos, agua a los que luchaban por alzar las ruinas y buscar a quienes estaban debajo de ellas.

“Todos se volvieron voluntarios”, recuerda.

Ahora Octavio Logo, pintor mexicano, vive en Arkansas. Su hogar es Fayetteville en cuyas calles y en las de otros pueblos ha dejado su pintura y mensaje, pero en los montes Ozark él sigue fiel a la herencia que un día le llevó a tomar un pincel: La de los murales milenarios creados por pueblos anteriores a los aztecas, obras de colores y formas pasmosos. También los murales de los pueblos que lo siguieron y los murales irrepetibles de aquella trilogía: Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco. En su corazón lleva también el gigantesco mural que Juan O’Gorman creó en los muros de la Biblioteca Central de la Ciudad Universitaria en la Universidad Nacional Autónoma de México.

“Inspirador”, dice.

En esos murales, como en la vida mexicana, hay complejidad, hay baile, hay música. Hay herencia de siglos, de españoles y su catolicismo y de los aztecas y su Guerra Florida, poesía y sangre, encuentro de idiomas, la muerte. En síntesis, la vida.

La muerte está viva en la pintura de Logo: la muerte violenta, la muerte causada por la policía y el gobierno. Uno de sus murales en Fayetteville es el rostro de George Floyd, el hombre negro asesinado el 25 de mayo de 2020 por un policía en Minneapolis. Ese crimen inició una ola de protestas que cambiaron la visión estadounidense de las minorías y cuyas repercusiones se sienten en el mundo.

La imagen de George Floyd la pintó en su estudio.

La muerte también esta viva en la vida de Logo. Él sabe cómo a la gente le incomoda pensar en ella, pero Logo está consciente que “de todos modos nos vamos a morir”.

Esas contradicciones de la vida crean espíritus de contradicción: “no hay positivos ni negativos”, dice. Logo también siente fascinación por aspectos del arte clásico europeo.

Maggie McLemore
Octavio Logo

La fascinación creció cuando su padre le regaló traducciones de obras griegas y romanas hechas por el veracruzano José Bonifaz Nuño, quien murió ciego a los 89 años en 2013 y había sido maestro de griego y latín, así como de nahuatl. Siguieron las Historias de Heródoto en tres volúmenes.

Para el adolescente Octavio Logo solo había un destino: estudiar en la preparatoria de artes de la ciudad de México, cuya admisión es sumamente competitiva. “Sólo admite 50 estudiantes al año”, dijo. Él consiguió ser admitido en esa escuela donde se imparten clases de danza, teatro, pintura y música. Logo acepta que su conducta no fue ejemplar, pero se graduó y entró a la universidad a estudiar latín y griego.

“Las letras clásicas me hacen feliz”, dice.

No terminó. En el 2001 se salió de la universidad para dedicarse a encuadernar cuadernos y libros (la prensa que utilizaba en México está en su estudio en Fayetteville) y lo hizo durante más de una década hasta que a los 34 años decidió volver a pintar. Fue un sismo. Le costó trabajo recuperar el placer de pintar, algo que ahora puede hacer durante horas sin parar.

“Todo tiene sentido. Todo tiene un proceso. Es una forma de estar vivo”, dice.

Ahora pinta murales en las calles de Arkansas y la gente se le acerca, habla con él y eso le gusta. También hay una novela gráfica post apocalíptica en sus planes.

“El arte inspira”, dice, “la gente pasa”.